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favor de lo que podría hacer aquí. Si se consigue esta gracia, justificate cuando le veas, demuéstrale tu ino-
cencia de una manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente preparada para
cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos en falso.
Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia entre las frases de aquel
hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta miento actual, que temí una nueva trampa; pero dig-
naos juzgarme, señora: ¿podía titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía agarrar
apresuradamente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí a seguir a los que vinieran a
buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería lo mejor posible; ¿que me llevaban a la muerte?
¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho,
aparece el carcelero; tiemblo.
Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville; procura aprovechar, como es
debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que
jamas la conseguirán.
Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos grandes truhanes cuyo
feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta
mansión que reconozco inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar no
hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del brazo, y subimos al cuarto
piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron tan decorados como misteriosos. A medida que
avanzábamos, todas las puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no
descubrí ninguna ventana: allí se encontraban Saint Florent y el hombre que me dijo ser el señor de
Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz,
podía tener unos cincuenta años. Aunque estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él
desprendía un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia, es posible, por
tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me habían traído, y que distinguía mejor a la
luz de las velas que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero,
que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un Hércules: me pareció el
mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos
negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del
mundo: le llamaban Julien. A Saint Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en las facciones como en el
carácter, y sin embargo no era mal parecido.
¿Todo está cerrado? dijo Saint-Florent a Julien.
Sí, señor contestó el joven : por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros hombres, y el
portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir a nadie.
Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía hacer con cuatro
hombres delante de mí?
Sentaos ahí, amigos míos dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes . Os utilizaremos cuando sea
necesario.
Thérèse dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville , éste es tu juez, el hombre del que
dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es
muy difícil.
Tiene cuarenta y dos testigos en contra dijo Cardoville sentado sobre las rodillas de Julien,
besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven ; ¡hace
mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén mejor comprobados!
¿Yo, crímenes comprobados?
Comprobados o no dijo Cardoville levantándose y acercándose descaradamente a hablarme bajo la
nariz , serás quemada, p..., si con una entera resigna ción, con una obediencia ciega, no te prestas
inmediatamente a todo lo que queramos exigir de ti.
Más horrores exclamé ; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a las infamias podrá triunfar la inocencia de
las trampas que le tienden los malvados!
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Eso es natural replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los deseos del más fuerte, y
si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu historia, Thérèse, obedece pues.
Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo retrocedí, lo rechacé con horror,
pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa,
a partir de aquel momento, a los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas, desgarraron
mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las miradas de aquellos monstruos tan desnuda
como si acabara de llegar al mundo.
¿Resistencia? se decían entre sí mientras procedían a desnudarme ... ¿Resistencia?... ¿Esta ramera
cree que puede resistírsenos?
Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.
Así que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos sillones cimbrados y que, al juntarse,
encerraban, en el espacio vacío, al desdichado individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas:
mientras uno observaba la parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se cambiaban una y otra vez.
Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin que a lo largo de este examen
olvidaran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar por los prelimînares, creí ver que los dos tenían más o menos
las mismas fantasías.
¡Qué! dijo Saint Florent a su amigo . ¿No te había dicho que tenía un hermoso culo?
¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime dijo el magistrado mientras lo besaba . He visto muy pocos
lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!... ¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?
Es que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he dicho, ¡nada tan divertido como las
aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos
juntos en el peristilo del templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es excesivamente
ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría conformarme con eso.
A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero, al que encontró el mismo
inconveniente.
¡Bien! dijo Cardoville , ya sabes el secreto. Así la utilizaré contestó Saint Florent , y tú,
que no necesitas el mismo recurso, tú, que te contentas con una actividad ficticia que, por dolorosa que
resulte para una mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medida el goce, confio en que la poseerás
después de mí. Eso está bien dijo Cardoville , mientras te miro, me ocuparé de esos preludios que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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