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Parece un museo, este maldito lugar.
Subieron en el ascensor, que crujía y se quejaba como un enfermo en su lecho de
muerte. Cramer contuvo el aliento.
Se detuvieron en el décimo piso.
¿Quieres que me quede escondido mientras averiguas?
No va a ser necesario.
Cramer se encogió de hombros.
La chica tocó la aldaba de bronce en el 10-B.
Se tendrían que hacer excursiones a este sitio dijo Cramer.
Una voz de mujer preguntó quién era.
Soy yo contestó Carol.
Esas palabras bastaron para que la puerta se abriera de inmediato.
Una mujer rechoncha, de mediana edad y cabello canoso, apareció en el umbral. Tenía
puesto un delantal verde y anaranjado, en el cual se quitaba el jabón de las manos.
Cramer se preguntó qué sitio sería ése. Los del castillo tenían miles de conocidos
afuera. Era imprescindible que los tuvieran para poder seguir subsistiendo, para
deshacerse de las cosas que hurtaban. La señora canosa no tenía aspecto de receptora
de cosas robadas, pero nunca se podía saber.
Las dos mujeres se abrazaron.
Traje a un amigo dijo Carol, luego de un momento de vacilación.
La mujer, sonriendo, se acercó a Cramer como si fuera a abrazarlo a él también; pero
no lo hizo y sólo le tendió la mano.
Cramer se limpió las jabonaduras de los dedos y entró en el departamento.
Había dos habitaciones: un comedor, que también hacía las veces de cocina, y un
dormitorio. El lugar estaba muy ordenado. Un empapelado rosa le daba calidez al
ambiente.
La mujer pasó a la otra habitación.
No nos presentaste dijo Cramer.
No sabía qué nombre darte.
Usa Green. Me las estuve arreglando bien con ése.
¿Y el nombre? ¿Tienes alguno?
Por supuesto. ¿Qué tal Joe?
Preferiría Alfonse.
La mujer regresó. Se había quitado el delantal.
Mamá, este amigo se llama Alfonse Green.
Cramer saludó con la cabeza.
¿Uno de tus amigos de la granja? La mujer sonrió.
Un amigo del castillo replicó Carol.
Puede llamarme Ma, Alfonse dijo Ma.
Bien, Ma.
¿Algo para comer? Claro que sí. No esperó la respuesta y comenzó a preparar
algo en una pequeña cocina.
Las dos mujeres charlaban.
Cramer se sentó en un sillón. La chica tenía agallas: lo había traído a "casa". Era una
buena actitud. Le faltaba mucho para cerebrotizarse: todavía unos cuantos días. Así pues,
en ese sitio estaban seguros. No les haría daño a las mujeres. A salvo, pensó. Nada de
qué preocuparse, todo bajo control. Unos cuantos días aún, unos cuantos... Esta Carol
realmente valía algo. ¡Diablos!
Había encontrado una amiga. Pelirroja entabla amistad con asesino del hacha. La
víctima número veintiocho. Grupo de vecinos con antorchas sigue la pista sangrienta...
Pero aún no había peligro. Aún, no... Dentro de poco... Era extraño estar sentado allí.
Casi normal. Tan fácil olvidar lo que era... Su mente oscilaba entre el sueño y la vigilia.
La cena está lista anunció Ma.
Comieron. Después encendieron la 3D. Vieron la segunda mitad de una película y a
continuación las noticias.
Gains aún suscitaba la atención, pero no se tenía la menor idea acerca de su paradero.
Había habido dificultades en un Barrio Miseria del Centro Oeste, y las tropas habían
restablecido el orden. Miss Mercado de Oro seria elegida la semana entrante. El
subdirector Carson anunció que la inflación era temporaria. Dos depósitos del Gobierno
Federal habían sido asaltados. La última noticia bastante extensa era sobre un tal
Cramer, demente, rematoloico incurable (como si alguno tuviese cura). Estaba en libertad,
en un distrito de quince millones de habitantes, y escondido en alguna parte. "Puede estar
junto a usted", sugirió el locutor. Se fueron a acostar temprano.
No podía dormir.
El comedor estaba a oscuras, tierra de sombras. La luz de la luna entraba a través de
dos ventanas. Las rayas de las rajaduras de las paredes formaban dibujos caprichosos.
Carol, en la pieza contigua, compartía la cama con su madre.
Cramer echó a un lado la frazada, se levantó del diván y fue hacia la ventana, donde se
quedó mirando hacia afuera, con las manos en los bolsillos.
Todo estaba muy tranquilo. Afuera, los edificios eran formas oscuras y remotas.
Algunas luces todavía titilaban. Eran las tres menos cuarto.
Aún no se había acostumbrado a estar solo, en libertad. De eso se trataba, en parte. La
cosa no había estado del todo mal allá abajo, en el castillo. Allí se había sentido fuera de
peligro, con mucha tierra encima de su cabeza. Los pisos subterráneos daban la
impresión de una relativa seguridad. Sólo ese sueño lo había perturbado. Esos tontos
sueños que se le metían dentro.
Era por ese encierro, porque todavía lo tenía muy patente. Dios sabía que le sobraban
razones para que lo tuviera... Demasiado tiempo había pasado allí dentro. Y, de alguna
manera, ahora se sentía expuesto, vulnerable. Pero, ¿por qué sería eso?
No había sido de ese modo durante la guerra. Había sido dueño de sí mismo,
entonces. Manejaba él sus cosas, decidía si dar o recibir. Gains no se le hubiera
escapado, seis años atrás. Pero desde entonces había corrido mucha agua bajo el
puente.
Detrás de él percibió un movimiento. Carol estaba junto a la puerta, con una bata corta
y transparente.
Y nada más.
Se le hizo un nudo en la garganta.
No se movió; respiraba apenas.
Carol se llevó un dedo a los labios para indicarle que no hablase. No habría podido
hacerlo aunque lo hubiera querido.
Lentamente, la chica cerró la puerta del dormitorio.
Parecía flotar hacia él, y en un instante estuvo en sus brazos.
Sentía que sus manos le apretaban la espalda. Se inclinó para besarla y los labios de
la muchacha se abrieron bajo los de él. Estaba temblorosa. Cramer podía oír el martilleo
de su propio corazón. Una voz parecía chillar en su cabeza: Mal, Mal, Mal.
Una imagen surgió ante sus ojos.
Estaban juntos, él y la chica. Había árboles. Un bosque. Los rayos del sol se filtraban a
través de las ramas cubiertas de verde follaje. Había aroma a flores y hierbas silvestres.
Podía oír el crujido de los pasos de los pequeños animales que se movían aquí y allá,
fuera de su vista.
El hombre y la mujer deambulaban por el bosque tomados de la mano. Se sonreían
uno al otro... Cramer con su verdadero rostro. Se reían.
Una sombra oscura se movió por encima de ellos y por un momento ocultó la luz del
sol. Ambos levantaron la vista, tomados todavía uno del otro. En el semblante de la chica
sólo había una expresión de sorpresa, pero el de Cramer era una mueca de terror.
Señalaba el cielo, y su brazo rígido parecía una garra de hierro. Sus labios se movían con [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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