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abogado en mi favor. ¡Para que te fíes de estos socarrones pretenciosamente
encorbatados, que se alisan los bigotes y dibujan tu retrato mientras no cesan de
mirarte! Es cierto que antes yo le había humillado, pero qué más da; los puros y
simples bulldogs, como el viejo Lacroix, son cien veces mejores.
Liberada de la física y de la química, así como del inglés, me siento y me ocupo
de poner un poco de orden en mi peinado. Luce viene a mi encuentro, enrolla
complacientemente mis bucles entre sus dedos, siempre haciéndose la gatita mimosa.
¡Ya son ganas, con el calor que hace!
––¿Dónde están las demás, pequeña?
––¿Las demás? Ya han terminado todas. Están abajo, con la señorita, lo mismo
que todas las de las otras escuelas que también han terminado.
De hecho, la sala se está vaciando rápidamente.
Por fin, la buena y obesa que es la señorita Michelot me llama. Está tan roja y
fatigada que le inspiraría lástima a la mismísima Anaïs. Me siento y ella me observa,
sin decir nada, con sus grandes ojos, perplejos y bondadosos.
––Usted es... música, según me ha dicho la señorita Sergent.
––Sí, señorita. Toco el piano.
Alzando los brazos al cielo, exclama:
––Pero entonces usted sabe mucho más que yo... Le ha salido del alma y no puede
contener la risa.
––Mire, léame algo a primera vista y con eso bastará. A ver si encuentro algo
dificultoso, aunque usted seguro que sale bien librada.
Lo que ella considera difícil es un ejercicio bastante simple, pero que, todo en
semicorcheas, con siete bemoles en la armadura, le ha parecido «negro» y temible. Lo
canto allegro vivace, rodeada por un círculo de pequeñas admiradoras, que suspiran
de envidia. La señorita Michelot sacude la cabeza y me adjudica, así, sin más, un
veinte que hace bizquear al auditorio.
¡Uf! ¡Por fin se acabó! Volveremos a Montigny, a la escuela, a corretear por los
bosques, a asistir a los retozos de nuestras profesoras (¡pobrecita Aimée, debe estar
languideciendo, tan sola!). Bajo al patio y la señorita Sergent, que solamente me es-
peraba a mí, se levanta al verme llegar.
––¿Bien? ¿Todo listo?
––¡Sí, gracias a Dios! ¡Tengo un veinte en música!
––¡Veinte en música!
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 98
Mis compañeras lo han coreado, no dando crédito a sus oídos.
––Sólo faltaría que usted no sacara un veinte en música ––dice la señorita con aire
displicente, aunque halagada en el fondo.
––Es igual ––dice Anaïs, enojada y celosa––, veinte en música, diecinueve en
redacción de francés... ¡Si sacas muchas notas así...!
––Quédate tranquila, pequeñuela querida. El arrogante de Roubaud me habrá
aguado la fiesta.
––¿Por qué? ––pregunta de inmediato la señorita, inquieta.
––Porque no le he dicho gran cosa. Me ha preguntado de qué madera están hechas
las flautas, no, los lápices, bueno, algo por el estilo, y además no sé qué historias
sobre la tinta y sobre Boticelli... En fin, que no hemos «sincronizado».
El semblante de la directora se ha ensombrecido.
––¡Me sorrpendería que no hubiera hecho usted alguna tontería! Desde luego no
podría echarle la culpa a nadie, más que a sí misma, en el supuesto de que
suspendiera.
––¿Quién sabe? Tal vez habría que culpar al señor Antonin Rabastens. Me ha
inspirado una pasión tan violenta, que por su causa mis estudios se han resentido
terriblemente.
Al momento, juntando sus manos de comadrona, Marie Belhomme declara que si
ella tuviera un enamorado no lo diría con tanto descaro. Anaïs me mira con el rabillo
del ojo, para averiguar si estoy o no bromeando y la señorita, encogiéndose de hom-
bros, nos conduce a la pensión, debiendo esperar a alguna de nosotras a la vuelta de la
esquina, tanto nos rezagamos y tanta en nuestra desgana. Comemos, bostezamos y, a
las nueve, nos entra de nuevo la fiebre por ir a leer los nombres de las elegidas en la
puerta de ese feo paraíso.
––No va a venir nadie conmigo ––dice la señorita––. Iré yo sola y ustedes se
quedarán aquí esperándome.
Pero es tal el concierto de gemidos que se eleva, que, finalmente, se ablanda y nos
permite acompañarla.
También en esta oportunidad hemos tenido la precaución de llevar velas, que se
revelan inútiles, ya que una mano benefactora ha colgado una gran linterna sobre la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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