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cuando, envuelto en una manta hasta la cabeza, y se sentaba en una rama a disfrutar de
un poco de sol. Más allá no se desplazaba. Había una vieja del pueblo, una santa mujer
(quizá una antigua amante suya), que iba a asearlo, a llevarle platos calientes. Teníamos
la escalera de mano apoyada contra el tronco, porque había siempre necesidad de subir a
ayudarlo, y también porque se esperaba que se decidiese de un momento a otro a bajar.
(Lo esperaban los demás; yo sabía muy bien cuál era su naturaleza.) Alrededor, en la
plaza, había siempre un corro de gente que le hacía compañía, hablando entre sí y a
veces dirigiéndole también algunas palabras, aunque se sabía que no tenía ya ganas de
hablar.
Se agravó. Izamos un lecho al árbol, conseguimos mantenerlo en equilibrio; se acostó
de buen grado. Tuvimos remordimientos por no haberlo pensado antes: a decir verdad él
las comodidades no las rechazaba nunca: aunque viviese en los árboles, siempre había
tratado de vivir lo mejor posible. Entonces nos apresuramos a darle otras comodidades:
esteras para resguardarlo del aire, un baldaquino, un brasero. Mejoró un poco, y le
llevamos una butaca, la aseguramos entre dos ramas; empezó a pasarse los días allí,
envuelto en sus mantas.
Pero una mañana no lo vimos ni en la cama ni en la butaca, alzamos la mirada,
atemorizados: había subido a la cima del árbol y estaba a horcajadas de una rama
altísima, con sólo una camisa encima.
- ¿Qué haces ahí arriba?
No respondió. Estaba medio rígido. Parecía que estuviese allá en lo alto por milagro.
Preparamos una gran sábana de esas de recoger aceitunas, y nos pusimos unos veinte a
mantenerla extendida, ya que se esperaba que cayese.
Mientras tanto subió el médico; le fue difícil, hubo que atar dos escaleras una sobre
otra. Bajó y dijo: «Que vaya el cura.»
Ya habíamos acordado que probase un tal don Pericle, amigo suyo, cura constitucional
en tiempos de los franceses, inscrito en la Logia cuando todavía no estaba prohibido al
clero, y que recientemente había sido readmitido a sus funciones por el obispado,
después de muchas peripecias. Subió con los ornamentos y los óleos, y detrás el
monaguillo. Estuvo un rato allá arriba, parecían confabular, luego descendió.
- ¿Los ha recibido los sacramentos, don Pericle?
- No, no, pero dice que está bien, que para él está bien así. - No conseguimos sacarle
nada más.
Los hombres que sostenían la sábana estaban cansados. Cósimo estaba allá arriba y
no se movía. Empezó a soplar viento, era lebeche, la cumbre del árbol oscilaba, nosotros
estábamos preparados. En eso apareció en el cielo una mongolfiera.
Ciertos aeronautas ingleses hacían experiencias de vuelo en mongolfiera sobre la
costa. Era un hermoso globo, adornado con flecos y franjas y borlas, con una barquilla de
mimbre colgada: y dentro dos oficiales con charreteras de oro y agudos bicornios miraban
con anteojos el paisaje que tenían debajo. Dirigieron los anteojos a la plaza, observando
al hombre del árbol, la sábana extendida, el gentío, aspectos extraños del mundo.
También Cósimo había alzado la cabeza, y miraba con atención el globo.
Cuando de pronto la mongolfiera fue cogida por una racha de lebeche; comenzó a
correr con el viento girando como una peonza, e iba hacia el mar. Los aeronautas, sin
perder el ánimo, se afanaban por reducir - creo - la presión del globo y al mismo tiempo
arrojaron el ancla para tratar de aferrarse a algún agarradero. El ancla volaba plateada en
el cielo colgada de una larga cuerda, y al seguir oblicuamente la carrera del globo ahora
pasaba sobre la plaza, y estaba poco más o menos a la altura de la cima del nogal, hasta
el punto de que temimos que golpeara a Cósimo. Pero no podíamos suponer lo que un
instante después verían nuestros ojos.
El agonizante Cósimo, en el momento en que la soga del ancla le pasó cerca, pegó un
salto de aquellos que le eran habituales en su juventud, se agarró a la cuerda, con los
pies en el ancla y el cuerpo encogido, y así lo vimos volar lejos, arrastrado por el viento,
frenando apenas la carrera del globo, y desaparecer hacia el mar...
La mongolfiera, tras atravesar el golfo, consiguió aterrizar luego en la otra orilla.
Colgada de la cuerda estaba sólo el ancla. Los aeronautas, demasiado ocupados en
mantener el rumbo, no se habían dado cuenta de nada. Se supuso que el viejo moribundo
había desaparecido mientras volaba en medio del golfo.
Así desapareció Cósimo, y no nos dio siquiera la satisfacción de verlo volver a la tierra
muerto. En la tumba de la familia hay una estela que lo recuerda con el escrito: «Cósimo
Piovasco de Rondó - Vivió en los árboles - Amó siempre la tierra - Subió al cielo.»
De vez en cuando interrumpo lo que escribo y voy a la ventana. El cielo está vacío, y a
nosotros los viejos de Ombrosa, acostumbrados a vivir bajo aquellas verdes cúpulas, nos
daña los ojos mirarlo. Se diría que los árboles no han resistido, después de que mi
hermano se marchó, o que los hombres han sido presa de la furia del hacha. Además, la
vegetación ha cambiado: no más acebos, olmos, robles: ahora África, Australia, América,
la India alargan hasta aquí ramas y raíces. Las plantas antiguas han retrocedido hacia lo
alto: en las colinas los olivos, y en los bosques de los montes, pinos y castaños; más
abajo la costa en una Australia roja de eucaliptus, elefantesca de ficus, plantas de jardín
enormes y solitarias, y todo el resto son palmeras, con sus mechones despeinados,
árboles inhóspitos del desierto.
Ombrosa ya no existe. Mirando el cielo despejado me pregunto si en verdad ha
existido. Aquella profusión de ramas y hojas, bifurcaciones, lóbulos, penachos, diminuta y [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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