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las intensas peleas, algunos niños habían sido pisoteados y ahora las madres gritaban y lloraban mientras
los transportaban en brazos al convento cercano buscando quien pudiera curarlos.
Cuando todo se acabó, sobre la colina artificial no quedaban más que algunos niños y algunos viejos
mendigos que hurgaban entre las ruinas, esperando encontrar algo comestible. La escena era más
sugestiva debido a las teas; iluminados por aquellas luces inciertas que sólo en parte desbarataban las
sombras de la noche, los últimos andrajosos vagaban como fantasmas infelices, aun sabiendo que ya no
había nada con que quitarse el hambre.
Para la gente del pueblo esa velada había sido un espléndido acontecimiento que recordarían durante
mucho tiempo y también la Corte se había divertido mucho. Ya era la hora sexta de la noche cuando la
familia real se retiró y los huéspedes se dispersaron por sus alojamientos.
A la mañana siguiente, la familia real al completo se dispuso, con gran pompa, a partir a caballo de
Castelnuovo. Los aragoneses que debían acompañar a la nueva Duquesa a Milán, además de los
cuatrocientos de la embajada lombarda, esperaban en la explanada. Fue allí donde se formó el imponente
cortejo que se puso en marcha, a través de las barriadas más populosas de la ciudad, para alcanzar Castel
Capuano, Castel Sant'Elmo y Castel dell'Ovo, pasando por la plaza de la catedral hasta llegar al Muelle
Grande. Allí estaban ancladas once galeras, escoltadas por una carraca de los caballeros de Rodas y por
un buen número de bajeles pequeños y veloces como las fragatas y los jabeques.
El Heraldo Mayor, con la sobreveste real, y el camarlengo Ettore Carafa, con las armas de los de Ara-
gón, precedían a los trescientos guardias reales a caballo con armadura de desfile, que sostenían los
escudos con el emblema del Reino de Nápoles. Sus comandantes avanzaban bajo los estandartes de las
armadas reales, que flameaban con la brisa fresca de la mañana.
El Rey había concedido que, para la cabalgada, no se respetase el luto, y todos los trajes eran de
grandísimo valor y, «amén de la riqueza suya, sólo por ser de brocado o de otros paños de oro y plata, con
relucientes encajes de oro y adornos de recamo, eran aún más hermosos de ver uno a uno, enriquecidos
con espléndidas joyas».
Resonaban los clarines de los músicos y de los heraldos al llegar la procesión de los hombres de la Igle-
sia, encabezada por los arzobispos y los obispos con vestiduras pontificales. La capa aguadera del
Arzobispo era de damasco blanco entretejida con motivos de ángeles y pájaros; los demás con águilas,
leones, radiantes y llamas, o bien con imágenes de la Piedad, la Virgen María, la Magdalena, Dios Padre
y figuras de santos. También el bajo clero tenía preciosas capas, dalmáticas y casullas.
Inmediatamente después de los religiosos, seis clarineros a caballo, con clarines de plata, tocaban a
intervalos regulares para anunciar el paso de la familia real.
Ocho nobles, cuatro vestidos de rojo y cuatro de oro, sostenían las astas del baldaquín de seda roja y
oro bajo el que marchaba el rey Fernando sobre su caballo blanco, vestido de terciopelo pardo con
acabados de pelo de lince. En la cabeza llevaba la corona, en la mano derecha el cetro y en las vestiduras
tenía entretejidas las empresas: el armiño con el lema «probanda» y la rosa de oro con el lema «ante
siempre Aragona»
Lo seguían a caballo el Caballerizo y los escuderos que portaban el estandarte real, el yelmo de desfile,
el escudo y la espada.
Bajo otro baldaquín marchaba la reina Juana, sentada sobre unas andas sostenidas por dos caballos,
cuyo paso a la española evitaba a la ilustre dama toda sacudida. Iba vestida con una gonela de raso negro
con bordados de oro rizado y tenía el cuello y el pecho embellecidos con ricas y hermosas joyas; sobre la
cabeza llevaba un sombrero peloso de seda negra en el que ondeaba un penacho rojo.
. Altivo marchaba el príncipe Alfonso, con una vestimenta de terciopelo cetí verde con bordados de
oro, guantes perfumados y un sombrero cuya pluma estaba sujeta por una magnífica gema. También él
llevaba bordadas las empresas de la casa de Aragón.
Fernandito, hermano de Isabel, estaba a su lado, vestido con una jornea blanca con botones de oro, bajo
la cual se entreveía una espléndida camisa adornada, alrededor del cuello y sobre el pecho, con galones de
oro.
Bajo un baldaquín de raso brocado, salió Isabel, al lado de Hermes y acompañada por angelitos que, a
su paso, lanzaban abundantes, variadas y perfumadas flores. Los angelotes vestían graciosamente trajes
de seda, oro y plata bordados, e iban cargados de anillos, piedras preciosas y collares. En la cabeza lucían
coronas de plata muy adornadas y en los hombros llevaban pegadas unas delicadas alitas de plumas.
La Duquesa, «bella et pulita que parecía un sol», vestía un mantillo de seda blanca sobre el vestido de
lampazo con fondo de tafetán. Hermes tenía una jornea y, sobre los hombros, una larga hopalanda de
terciopelo rizado.
Era todo blanco: baldaquín, vestidos y caballos. Sólo dos manchas de color brillaban en aquel candor.
Los dos jóvenes llevaban colgados del cuello, con una cadena de oro, un enorme rubí en forma de
corazón de un rojo resplandeciente como la sangre. En aquella época cada rubí balaje, llamado spigo,
estaba valorado en veinticinco mil ducados: eran los presentes que el duque Ludovico el Moro había
hecho a los novios con ocasión de la boda. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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